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El pequeño mundo de mi abuela Ana

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Escrito por Sergio Enrique Bustamante Díaz, desde Sheffield, Reino Unido.

Quinta Normal

El mundito de Ana Neveu Zumbrunnen, mi abuela materna, era, y todavía es, un barrio pobre de Quinta Normal, una antigua Comuna de Santiago. Recuerdo que dicho barrio estaba formado por cuadras de pequeñas parcelas con sus casas de adobes las que podían contarse con los dedos de la mano. Era una geografía sembrada de árboles frutales, alfombrada de pasto, adornada con flores silvestres que invitaban insectos, lagartijas, moscas, mariposas, matapiojos, pájaros, luciérnagas y cantos de sapos nocturnos. Los únicos adelantos modernos con que se contaba en aquel entonces eran el agua potable, los postes eléctricos y las canchas del Estadio Zambrano. En ese territorio de compras al fiado y de pelambres vecinales, de los retretes de pozo, de calles polvorientas en verano y veredas de barro en invierno, lugar de inundaciones, de perros callejeros y de niños descalzos con carita de hambre, era donde reinaba mi abuela, misia Ana, como la llamaban sus vecinos. Y en ese mundo, desde mi más tierna infancia fui cuidado como se cuida un príncipe. Su tierno cariño hizo que yo creciera ‘abuelado’, asunto que para mi papá, comparándome con mi hermano Pancho, era cosa embarazosa, algo que lo incomodaba.

Mi abuela Ana tuvo que hacerse cargo de mí poco después que yo naciera. ¿Qué razones tan poderosas tuvieron mis padres para enviarme al exilio y separarme por varios años del hogar materno? Nunca lo supe. No lo pregunté, y hasta ahora no lo consideraba materia de importancia. Haciendo memoria, recuerdo algo que me contó mi mamá, que tal vez pudiera responder esa pregunta: después de yo nacer, ella tuvo un embarazo con complicaciones, un parto fallido y perdió mi segundo hermano. Poco después volvió a quedar embarazada, y mi hermano, Francisco, nació prematuro, a los siete meses. Todos estos nacimientos ocurrieron en un breve período, de casi tres años. Mi mamá, además de quedar muy débil, cayó en una severa depresión y fue tratada con el bárbaro método de los choques de corriente eléctrica… Es posible que mi padre no tuvo otra alternativa que pedirle a mi abuela me siguiera cuidando hasta cuando mi madre se sintiera mejor.

A mi entender, el pequeño mundo de mi abuela, siendo un capullo de seguridad y cariño, fue un elemento adormecedor que moldeó mi carácter -me ”abueló”, como decía mi padre- y significó un grado de estancamiento para mi desarrollo emocional. Hasta entrada mi adolescencia, todo lugar desconocido, que no fuera parte de ese entorno familiar, como por ejemplo, el centro de Santiago, la capital misma, sumada a la actitud de superioridad de la gente mayor, para mí constituían territorio ajeno, intimidante… Como adolescente, me fue muy difícil llegar a aceptar que hubiera un principio de autoridad, y al que yo, forzosamente, tenía que someterme. Supongo que de allí proviene mi rebeldía que yo diría, es congénita en mí.

Retomemos el hilo de la historia: el matrimonio de Ana Neveu con mi abuelo, José de la Cruz Díaz, y el nacimiento de su hija única, Clara Luz, mi mamá, dio el vamos a lo que hoy es nuestra tribu, clan, familia o como quiera llamarse. El territorio donde se desarrolló la historia familiar nuestra es un modesto pedacito de tierra, que fue comprado por los abuelos, con mucho sacrificio, mantenido con esfuerzo y que hasta ahora ha sido mantenido por mi otro hermano, Patricio. Al morir, mi abuelo, nos dejó esa herencia a cargo de nuestra abuela. De aquí en adelante, en este territorio se instaló un matriarcado que duró hasta el momento que mi mamá se fue al cielo. Dicha herencia era una pequeña parcela con parras chicheras, (la chicha era un licor muy apetecido por ser mucho más barata que el vino) y árboles frutales: ciruelos, duraznos, una higuera, un níspero y un palto macho. En ella, mi abuela vivió de los arriendos y de una variedad de animales domésticos destinados para la venta y el consumo diario. Su mercadería incluía los huevos de pato y de gallina, la uva, la leche de cabra y la chicha que ella misma preparaba. Me recuerdo verla extrayendo el jugo de la uva subida en una suerte de artesa pisoteando los granos a pie pelado, con las faldas arremangadas hasta la rodilla. Una de las memorias más preciadas de mi niñez es del viaje semanal que hacíamos recolectando las frutas y verduras de desecho que nos guardaban los dueños de dos verdulerías que quedaban a varias cuadras de distancia: yo y mi abuela tirando un carrito de mano de dos ruedas, y detrás de nosotros, una cola de gallinas, patos, el chancho y la cabra, que pacientemente nos seguían de ida y de vuelta.