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El pequeño mundo de mi abuela Ana

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Escrito por Sergio Enrique Bustamante Díaz, desde Sheffield, Reino Unido.

Mi abuela tenía razón: de los animales hay mucho que aprender. Y creo que sabía mucho de los animales, por ejemplo, recordemos que ella era ciega, pero no se sabe cómo logró convencer a un zorzal que fuera su mascota. Con el pájaro gozaban jugando al trencito. Mi abuela, paseando en el patio de un lado para otro por el pasillo del costado de la casa, y el pájaro feliz montado en su hombro. El juego consistía en que en el camino de ida, el pájaro saltaba de la ventana y se subía al hombro del tren, y cuando volvían, el pájaro se bajaba y quedaba esperando a que el tren fuera y volviera sin pasajero. En la próxima vuelta se subía y luego se bajaba. Y así, jugando al trencito, mi abuela conversando y el zorzal comiendo miguitas de pan, compartiendo amistad mataban el tiempo.

Solamente me quedan recuerdos muy vagos de aquel período de mi vida: la memoria de estar comiendo un plato de garbanzos con arroz; de irnos con mi abuela temprano a la cama y ponernos a comer el más delicioso de los manjares, lo prometo: pan de marraqueta, una nuez y dos granos de uva blanca, de preferencia, Moscatel; o me veo robándole las perillas del catre de bronce para llenarlas con plomo y hacer “Tiritos”, que eran bolitas muy preciadas para las achitas, las cuartitas y los tres hoyitos, juegos en los que se podían ganar bolitas de cristal, tapitas de bebidas o cajetillas usadas de cigarrillos. Tanto me quería, que cuando nací, plantó una palmera, que hoy es un bullicioso hotel para los gorriones. Por fortuna, la palmera pertenece al sitio que recibí de herencia. Cuando llegué a la pubertad me dio por el cigarrillo. De cuando en cuando, mi abuela me preguntaba: -¿Está mirando su mamá? – y si yo le respondía que no, a escondidas me pasaba un cigarrillo envuelto en un rollito de papel.

Desde niño he sido un volado. Soy de mente floja para las cosas cotidianas, olvidadizo, y desatento a lo que me rodea: cuando mi abuela me veía en ese estado, exclamaba: “Este niñito ya anda en la luna.” Otras veces, cuando me veía vagueando, que no estudiaba, me decía: “Aproveche su tiempo mijito, estudee, estudee pa’ que no se me quede tan dignorante como su abuela”; pero cuando me veía absorto, leyendo con entusiasmo, cambiaba de opinión y me rezongaba: -“No lea tanto mijito, que se me va a poner tontito.”

Mi hermano, Patricio, recuerda que su pieza tenia olor a anciana mezclado con olor a pan, a fruta, a algo muy difícil de descifrar; también se acuerda de un baúl grande, sin pintar, tosco, robusto, viejísimo, de un catre de fierro y de una historia que yo me había olvidado mencionar, una broma cruel que mi mamá le hizo a nuestras dos abuelas ciegas: Se acercó a ellas y les dijo, -tomen para que se lo repartan- y en realidad no les había dado nada. Las pobres ancianas, creyendo que una de ellas estaba engañando a la otra, se acusaron mutuamente, se pelearon y armaron un escándalo de proporciones. Cuando mi mamá las separó y les dijo la verdad, que había sido una broma, las dos abuelas hicieron las paces, y las tres terminaron muertas de la risa.

Desafortunadamente, no todas las historias del corazón tienen finales alegres. Esta estampa del mundo de mi abuela Ana, por desgracia, no lo tiene. Anciana y ciega, su mundo estaba desintegrándose. Cayó enferma sin recuperación dejando a su hija divorciada, pobre, y a sus nietos sin destino cierto. El arriendo de su tumba sólo fue posible pagarlo por unos pocos años. Sus restos terminaron en el hueserío del Cementerio General, a unos cientos de metros de distancia de donde está sepultado su padre, con miembros de su otra familia. La tumba de la familia Neveu, es un solitario mausoleo de mármol y bronce, con nombres grabados en letras doradas.

Ana Neveu, mi entrañable y dulce abuela, de mí recibió las últimas gotitas de agua con anís que calmaban la sed que la consumía… y se nos fue apagando con la placidez que se consume la llama de una vela. Quienes estábamos con ella, mi mamá y mis hermanos somos testigos, que el espíritu de mi abuela, materializado en una mariposa, entró volando a la pieza, dio varias vueltas y así de sorpresivo, como llegó, desapareció.

Estos son los recuerdos más vívidos, inolvidables y peremnes, que guardo de lo que para mí era, fue y continúa siendo: el pequeño, pero maravilloso mundo que con amor y esfuerzo creó mi entrañable abuelita Ana.

Tras vivir años de destierro forzado en Inglaterra con mi esposa e hijos, una ‘democracia protegida’ -por los militares- sustituyó a la dictadura en Chile, y para mis hijos se abrieron las oportunidades de conocer su patria, sus familiares y el barrio donde ellos nacieron.

A fines de año, con toda mi familia fuimos a Chile, y nos quedamos en la casita que mi madre nos dejó como herencia. Vi con tristeza que en el barrio quedaban muy pocos de aquellos vecinos de antaño. Nuestra ausencia había durado décadas y ellas habían traído cosas nuevas y cambios profundos: la pavimentación de las calles, las veredas de concreto, las casas de ladrillos y los techos de metal, las antenas de televisión, el alcantarillado. Los vecinos son gentes desconocidas, la escenografía ya no es la misma, sólo sobreviven los viejos postes de la luz, algunas acacias de troncos retorcidos y el negocio de Don Coté. Fueron borradas las murallas de zarzamoras, las acequias, la chacra Anita y desaparecieron los matapiojos y las lagartijas. Junto con ellos desaparecieron las casas de adobes con sus techos de tejas o de fonolas. Los niños también desaparecieron de la esquina, ya no se juntan para jugar a la pelota, al trompo, al volantín o a las bolitas. La pintoresca calle Loyola, por donde los días miércoles pasaba el bullicio polvoriento, o embarrado, de los animales que trotaban con destino al matadero Blanqueado, hoy es una aburrida avenida de cemento, sin vida, que marca el límite entre Quinta Normal y la Comuna de Lo Prado.

Mi esposa y yo, tras de años de destirerro, habíamos vuelto al barrio con la ilusión de mostrarle a nuestros hijos el lugar donde nacieron, donde partió nuestra familia; que ellos se sintieran parte del mundo de mi madre y de mi abuela; que conocieran el barrio donde me crié, y que apreciaran cuán magníficas son la Vía Láctea de noche, y la cordillera de los Andes de día; que vieran la silueta de su cumbres nevadas recortadas contra el majestuoso cielo azul de Santiago…

¡Qué penoso desengaño!... En esas tardes de ardiente verano, Santiago, la cordillera, el barrio mismo, todo aquello que yo recordaba con tanta emoción y nostalgia, estaban ocultados, cubiertos, impregnados por un espeso manto gris que aplastaba los sentidos, que sofocaba y que hacía lagrimear los ojos.

Sheffield, Abril, 2016

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